La cultura y mitología egipcias siempre fue algo que me fascinó desde que era muy chica, cuando me regalaron un libro de leyendas universales y leí la historia de Isis y Osiris. Desde entonces leí cn con muchas ganas todo lo que se refería a sus mitos, rituales, escritura y forma de vida. En mi casa había un disco que mi papá solía poner los domingos por la mañana se llama "Pirámide" de Alan Parsons Project. Y la música me hizo volar a esas lejanas tierras.
Hace poco presenté un cuento para una antología sobre dioses egipcios, para escribirlo volví a esuchar ese disco, una de las canciones en particular "En el seno de los dioses" que les dejo acá para que disfruten. El cuento no quedó seleccionado, así que pude leerlo en el Encuentro de Historia de Terror de la Librería Hocus Pocus, para el cual le agregué algún detalle más escabroso y ahora se los dejo acá.
Espero que les guste!
EL APRENDIZ
Un repentino picor en sus fosas nasales despertó al muchacho y lo despabiló de inmediato. Miró su mesa de trabajo, el tintero se había volcado y un charco negro se extendía sobre lo que hasta hacía unas horas era una de sus copias más mediocres. Se maldijo a sí mismo por haberse dormido cuando eso era justo lo que quería evitar. El ardor en su garganta confirmó lo que se avecinaba.
Fuego.
Miró las diminutas cenizas que
volaban en su dirección y supo que ya era tarde. Se levantó con rapidez, si
había fuego, entonces su trabajo ya no importaría. Nada importaría. Corrió por
la amplia sala hasta que el humo invadió sus ojos y los anegó de lágrimas. A lo
lejos podía escuchar los gritos de quienes morían ardiendo en aquel infierno.
Ya era tarde para ellos. Desesperado se acercó a la estantería más cercana y
comenzó a sacar los libros, no quería pensar en los que ya se habrían perdido.
Tomó todos los que alcanzó y los apiló en sus brazos. Eran pesados, aun así
caminó con paso apurado hacia la salida. Estaba en la otra punta pero no le
importaba. Salvaría todos los que pudiera.
Su alcance fue corto. Tropezó y cayó
de bruces sobre el piso de piedra; al no poder usar sus manos su mentón dio
contra los libros y se mordió la lengua. Sintió el gusto acre de la sangre en
su boca y cuando intentó levantarse vio unos pies delante de él. Sabía a quién
pertenecían. Salvo por unas tobilleras de metal, no llevaban puesto calzado y
no parecían apurados ante el desastre inminente. La voz, grave y gutural, le
habló:
—No puedes salvarlos a todos.
—He fallado, no puedo dejar que se
pierdan. —respondió el joven, agitado. No se atrevió a levantarse del piso y
mirarlo.
—Te lo advertí, sabías que era
inevitable. Llévate uno.
Los pies retrocedieron.
—¡No puedo hacer eso! —gritó el
chico con todas sus fuerzas y eso le ocasionó un fuerte ataque de tos.
—Salva sólo uno, aquel que yo te
indique. —La voz era nítida aun en la distancia, entre el crepitar de las
llamas.
Vio las piernas encaminarse a la
sección más cercana y detenerse ante unos estantes que aún permanecían
intactos. Entre el humo, contra el fondo incandescente de las lenguas de fuego
que se deslizaban por las paredes y el piso, se recortaba la silueta del dios
con su cabeza de ave. Lo observó señalar una sección en particular con su
bastón antes de desvanecerse en el aire entre un remolino de chispas.
Debía llegar antes que las llamas
que comenzaban a devorar madera y papel. Se levantó y trastabilló. Entonces su
garganta se cerró.
****
—¡Despertate!
Sofía abrió los ojos de golpe ante
las sacudidas que su amiga Julia le estaba dando. Si no fuera por la picazón en
su garganta, hubiera reído con ganas ante la expresión de espanto reflejada en
su rostro.
—¡Pensé que te morías, boluda! Casi
llamo al médico del hotel. ¡Te ahogaste dormida! —chilló Julia.
—Tuve un sueño de lo más raro.
—Sofía carraspeó y miró a su alrededor, la habitación iluminada por el sol de
la mañana no parecía estar incendiándose, aun cuando todavía el eco de las
llamaradas resonaba en su cabeza—. Estaba en una especie de...
Julia la detuvo mientras le acercaba
un vaso con agua.
—Los sueños no se cuentan en ayunas.
Bajemos al comedor que ya estamos casi sobre la hora y ahí me lo contás.
Para cuando terminaron de desayunar,
el sueño era algo lejano y casi olvidado gracias a la charla imparable de su
amiga.
—Hoy nos toca visitar las
Catacumbas, el Anfiteatro, aunque la verdad, estoy un poco cansada de anfiteatros
y El Fuerte. Eso sí lo quisiera ver, tiene tanta historia. Dicen que ahí estuvo
el Faro legendario. ¡Ah! Y la Biblioteca también, es moderna pero parece que
está buena. ¿Seguro que estás bien?
Sofía se sobresaltó, las imágenes de
libros deshaciéndose en el fuego volvieron a su mente y su mirada se perdió en
algún punto lejano.
—¿Y si mejor vamos a otra ciudad?
Tengo un mal presentimiento, ¡mirá si hay un atentando!
—Siempre tan buena onda vos. Si es
por eso tendríamos que irnos a otro país. Confiemos en que no va a pasar nada
—miró el reloj—. Deberíamos salir ahora o no vamos a llegar a ver ni la mitad
de lo que planeamos.
Sofía no se pudo contagiar del
optimismo de su amiga pero decidió que haría el esfuerzo por librarse de los
pensamientos agoreros y juntas salieron a la calle. De camino al primero de sus
destinos pasaron por un zoco donde había desde encantadores de serpientes,
mujeres con burkas paseando niños en carritos, vendedores de hermosas lámparas
facetadas, hasta puestos de caracoles para comer de parado. Caminaron rápido
para evitar que algún vendedor callejero las acosara, lo cual no resultó fácil,
en especial cuando Julia se detuvo a mirar unos pañuelos de seda de vivos
colores que llamaron su atención y fue abducida de inmediato. Sofía quedó sola
frente a una mesa pequeña donde una mujer con la cabeza envuelta casi por
completo en un velo rojo y dorado le hizo señas para que observara sus
artesanías. Las manos huesudas y nudosas, con uñas largas como garras
levantaron colgantes y aros de hermosos e intrincados diseños. Cuando sus
impactantes ojos negros se clavaron en el rostro de la chica, la estudió por
unos segundos y de inmediato dejó sobre la mesa lo que le había mostrado. La
muchacha miró sus ojos, no eran ni jóvenes ni viejos: eran antiguos. Dos pozos
profundos que la atraían hacia ellos. No tenían pupilas. Sobresaltada, desvió
la mirada para reparar en el broche que le estaba ofreciendo. Era la cabeza de
un ibis tallada en ónix negro en forma exquisita y sobre ella, una luna de plata.
Algo saltó en su pecho y, con ansiedad, alargó su mano para tomarlo. La mujer
no se lo permitió hasta no cerrar el precio. Sofía observó a su amiga a unos
metros de distancia, continuaba regateando por un pañuelo y parecía estar a
kilómetros de allí. Volvió a mirar el broche, deseaba tenerlo y no demoró mucho
con su propio regateo, aceptó al segundo intento y no le importó si estaba
pagando el triple. Lo tomó como si fuera algo precioso encontrado luego de
mucho tiempo perdido y lo contempló con una inexplicable felicidad. Ni siquiera
prestó atención a las manos de su vendedora, tersas y pintadas con Henna, ni a
sus ojos, que también habían cambiado: ahora eran color miel, y jóvenes. Estaba
fascinada con el broche y acarició la piedra con sus dedos.
Y todo a su alrededor desapareció.
Estaba en la misma posición, había
una mesa frente a ella, o mejor dicho, frente a él. Miró sus dedos manchados de
tinta, eran las manos de un hombre joven. Una de ellas sostenía una pluma. La
mesa estaba cubierta por rollos de pergamino, algunos abiertos, otros aún
sellados. Tenía mucho trabajo por delante. Del otro lado de la mesa ya no
estaba la vendedora, ante él se abría una amplia sala con altas columnas de
piedra y grandes estanterías colmadas de rollos. Siglos de sabiduría
descansaban allí.
Percibió la presencia mucho antes de
que se hiciera visible. Estaba acostumbrado a eso pues lo había visto vagar
entre las estanterías muchas veces y su aura cargaba el aire de estática
incluso en los grandes espacios. Al principio tuvo miedo pero luego comprendió
que aquello que vagaba por allí pertenecía a ese lugar. O el lugar le
pertenecía a él. Lo vio hurgar entre los antiguos rollos. Con una mezcla de
curiosidad y temor, se le acercó haciendo una reverencia y le preguntó qué era
lo que estaba buscando.
—El primer rollo, aquel que trajeron
cuando se fundó esta biblioteca.
—Hay cientos de miles, señor, y yo
no sabría decirle. Debe recurrir al bibliotecario, él le podrá indicar cuál es
el que busca.
—Lo encontraré y tú lo guardarás. Lo
protegerás. En él se encuentra la clave del nuevo comienzo cuando todo se
destruya. Yo mismo lo he escrito pero no puedo llevarlo conmigo.
—¿Cuando se destruya qué?
—El mundo, empezando por este lugar,
dentro de tres días. El fin será lento, pero sin pausa. Llevará siglos, incluso
miles de años, pero llegará a su fin eventualmente y no será más que arena
entre los dedos de los dioses. Copia mis instrucciones en todos los idiomas que
sepas, te enseñaré otros y los que aún no llegan.
—¿Cuándo será ese final?
—Ni siquiera yo conozco el fin de
los tiempos, soy sólo un escriba.
Estaba mintiendo. O casi. Era un
escriba, sí. Y también un juez y un maestro. Y puso en la mente del chico
imágenes de ruina y desolación.
—¿Por qué yo? —preguntó, angustiado.
—Porque cuando este edificio caiga
serás el único que sobreviva.
—Muestrame qué debo hacer y te
obedeceré.
—Busca mi templo y tráeme el
manuscrito. Toma. No te desprendas de esto —extendió una mano de dedos largos y
finos y puso sobre la palma del chico un broche de piedra negra con la forma de
una cabeza de ibis—. Te ayudará llegado el momento.
El muchacho lo tomó con solemnidad,
era una réplica perfecta de la cabeza del dios que tenía delante.
Cuando levantó la vista, éste se
había ido.
****
La vendedora también.
—¿Dónde estabas? Te busqué por todas
partes. —Dijo Julia a su lado, preocupada.
—Acá mismo, si te podía ver peleando
por el pañuelo. Nunca me moví de este lugar.
—Pasé varias veces por esta mesa y
no estabas. Estás muy rara hoy. —su atención se desvió a lo que llevaba en la
mano—. ¡Qué lindo broche! Después te muestro lo que compré yo. Tenemos que
apurarnos que el tour está por empezar. No te alejes, podés perderte mal en
esta zona.
Sofía recorrió con la vista el
lugar. Toda la gente a su alrededor, los vendedores, los turistas, incluso
Julia, ardían. Los cuerpos calcinados se movían como si no supieran lo que les
ocurría, en algunos podía ver la carne humeante que se desprendía de los
huesos. Julia le hablaba sólo con la mitad de su cara, la otra mitad era un
amasijo carbonizado en el que no se distinguían sus facciones. Abrió la boca
para gritar pero su amiga adelantó.
—¡Sofía!
El grito la devolvió a la realidad.
Julia la miraba preocupada con sus dos ojos y el rostro en perfecto estado.
—Este lugar me da miedo. —la voz de
Sofía temblaba.
—¿Por qué estás tan maricona?¿Tenés
fiebre? Mirá, si tan preocupada estás, mañana buscamos la forma de irnos para
otro lado, ¿te parece? —En realidad lo decía más para confortarla que por convicción.
La tomó de la mano y se dirigieron al grupo del tour.
El guía hablaba y hablaba, acerca de
Alejandro Magno y la fundación de la ciudad, emperadores, invasores, romanos,
musulmanes, nadie había dejado mucho a su paso en la historia de ese lugar. Sofía
lo escuchaba a medias. Cuando llegaron a la nueva biblioteca, la notó fría, sin
espíritu. Los dioses ya no la recorrían. La otra, la bella, la enorme, ya no
existía, había sido devorada por el fuego. Tantas cosas perdidas, tantos
conocimientos que jamás se volverían a recuperar. Sofía lloró. El guía
continuaba hablando.
—... Y cuenta la leyenda que sólo un
rollo se salvó del gran incendio. El manuscrito de Thot, el gran dios de las
ciencias, que, según dicen, ayudaría a la humanidad a resurgir luego del
Apocalipsis. Lo salvó uno de los aprendices de escriba, ayudado por el mismo
dios que parece que no lo podía tocar por alguna maldición. Nada es egipcio si
no tiene una maldición. Lo cierto es que nunca se supo de ese escriba, ni de
dicho rollo. No han encontrado su sepultura ni nada que acredite que existió.
Si el mundo se termina ahora, estaremos en problemas.
La mayoría de los turistas rieron
con los chistes excepto Sofía. Nerviosa, acarició el broche contra la solapa de
su abrigo. Y todo cambió.
****
La ansiedad se acrecentó pero al
mirar a su alrededor, sonrió. El lugar le era tan familiar que le ayudó a
encontrar la calma que necesitaba para lo que tenía que hacer. Se permitió
contemplarlo unos instantes. Las columnas con las grandes efigies, los frisos,
los pórticos. Las estatuas de los padres de la filosofía. Los anaqueles
abarrotados de rollos. El aroma a pergamino. Desde donde estaba podía divisar
su sección favorita, más allá de los escritos de física. Todo eso se perdería
como una brizna de pasto en el fuego. Corrió. El piso de piedra le resultó duro
para las livianas sandalias que llevaba. Miró entre las estanterías y pasó al
salón contiguo, donde al fin encontró al bibliotecario.
—Deben salir de este lugar —su voz
temblaba un poco pero así y todo la elevó para ser escuchado—. Y llevar todos
los rollos a un lugar seguro. Un gran desastre ocurrirá en tres días, todo se
perderá, muchos morirán.
El hombre envuelto en una toga
blanca lo miró serio aun cuando los demás comenzaron a reír.
—¿Cómo sabes lo que ocurrirá y
cuándo? ¿Tienes idea de la cantidad de rollos que hay aquí? Tardaríamos meses
en sacarlos a todos. ¿Quién te ha dicho eso? —preguntó el bibliotecario con voz
paciente
—Fue Thot. También me ha dicho
que...
—Creo que debes tomarte un descanso,
has trabajado mucho. Los últimos manuscritos que has copiado se referían a la
antigua religión egipcia, ¿verdad? El agotamiento puede hacer estragos en la
mente. Ve a dormir y vuelve mañana.
—¡Pero tienen que escucharme! ¡Todo
eso ocurrirá! ¡Salvemos algunos, por lo menos!
—Te diré lo que harás. Si tanto te
preocupa esa ilusión que viste, entonces mantente atento a cualquier posible
indicio de fuego y cuando lo veas, apágalo.
No supo si había sido sarcástico o
hablaba en serio pero le pareció una buena idea. Haría guardia día y noche;
recorrería sin descanso toda la biblioteca. Cuando el fuego se presentara,
estaría atento, quizás se perderían algunos rollos pero era un sacrificio que
estaba dispuesto a pagar para salvar su hermosa biblioteca. No era tan difícil.
Sólo que Thot nunca le dijo si el fuego vendría de adentro o de afuera.
Palpó su bolsillo, el broche no
estaba.
****
Sofía se encontró con los ojos de
Julia, que la miraba espantada.
—¿Qué pasa? —le preguntó, incómoda.
—Hace dos segundos no estabas acá.
Quiero decir, estabas, de pronto no estabas y ahora estás de nuevo.
—No entiendo nada.
—Yo menos.
—Algo malo va a pasar.
—Y dale otra vez con eso.
—Señoritas —avisó el guardia desde
la puerta—. La biblioteca está por cerrar. Deben dirigirse a la salida.
Julia la tomó por el brazo y la
arrastró. Sofía se detuvo en seco.
—¡El broche! —Gritó desesperada
tocando la solapa—. ¡Se cayó! Tengo que encontrarlo.
Soltándose del agarre de Julia,
corrió en dirección contraria, sollozando.
Julia la siguió. Sofía recorría como
en trance pasillos y salones. Hasta que se detuvo frente a una puerta cerrada.
Intentó abrirla, al no tener éxito comenzó a patearla y golpearla.
—¡Está allí dentro!
—¿Cómo va a estar ahí adentro? ¿Te
volviste loca?
—¡Tengo que encontrarlo!¡Debo
impedirlo! ¡Todo va a arder!
—¿Pero qué te pasa? Dejá de gritar,
nos van a meter presas.
El guardia llegó junto a ellas con
expresión severa.
—¿Qué ocurre? —Increpó.
—¡Está ahí adentro! Tiene que
sacarlo de ahí. ¡Fuego!¡Fuego!
—No pasa nada, señor. A mi amiga le
debe haber dado un golpe de calor. Ya nos vamos.
Intentó sacarla del lugar pero Sofía
se pegó más a la puerta, gritando y llorando. Ante la duda, el guardia la abrió
de una patada. Era un cuarto de limpieza. El hombre dio un paso dentro, miró lo
que había sobre una mesita, a escasos metros delante de ellos y quedó
paralizado. Julia también. Ninguno de los dos prestó atención a Sofía que,
varios pasos atravesando el umbral, recogía del piso el pequeño broche.
Ni bien lo tomó, el cuartito y
quienes estaban dentro, se esfumaron.
****
Las campanas repicaban en la
lejanía. La bruma del crepúsculo se levantaba de los suelos arenosos y,
paulatinamente, todo se volvió rojo. Cubrió su cabeza y rostro con el turbante,
un poco para resguardarse del polvo y otro poco para evitar ser reconocido.
Llevaba un rollo escondido entre los pliegues de su ropa, el único que había
salvado del fuego. De la biblioteca ya no quedaba nada. Sólo cenizas y piedra
calcinada. Pero él ya tenía lo que necesitaba: El manuscrito de Thot. No le
había sido difícil encontrarlo; luego de que el dios le señalara el lugar,
buscó con rapidez. Era el único que poseía un sello de plata en bajo relieve
con la forma de una cabeza de ibis y la luna llena sobre ella.
Ahora su objetivo era llegar a
Hermópolis, o como se llamara en esos días. Tenía mucho que aprender. Acarició
su broche y caminó hacia el desierto con la ciudad ardiendo a sus espaldas.
****
—Si no hubiera sido por su
advertencia no habríamos encontrado la bomba, su amiga salvó muchas vidas hoy.
Y dado que no encontramos relación ni historial alguno con grupos extremistas,
quedan libres de cualquier sospecha. Sin embargo, les recomendamos dejar el
país cuanto antes.
Julia suspiró aliviada. Ahora sólo
quería partir para Grecia a disfrutar de la playa y olvidar esos últimos días
en Alejandría. Agradeció al inspector que permaneció un rato más hablando con
el conserje y fue a la habitación a ver cómo estaba Sofía. Había caído
desvanecida luego de entrar a ese cuarto de limpieza y una vez que el médico la
revisó volvieron a la habitación para permitirle descansar. Abrió la puerta con
suavidad por si estaba dormida y se asomó. No escuchó nada, ni siquiera el
sonido de la respiración acompasada. Entonces se percató de un aroma
penetrante, rancio, por encima del perfume de la habitación. Prendió la luz.
Gritó.
Seguía aullando cuando los dos
hombres entraron a la carrera.
Sobre la cama de Sofía yacía una
momia en perfecto estado de conservación. La piel seca del rostro aun mantenía
sus rasgos delicados, ni femeninos ni masculinos. Parecía dormida, si no fuera
porque llevaba casi dos mil años muerta. La túnica apenas dejaba entrever un
leve color blancuzco pero en su cabeza el tocado con forma de luna llena no
había perdido su brillo plateado. Sus brazos estaban cruzados sobre el pecho;
en una de sus manos sostenía un rollo de pergamino, en la otra, un broche con
la cabeza de un ibis, hecho de ónix negro y la luna de plata sobre ella.
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