Cornualles, Octubre de 1889
«Mi mano tiembla mientras escribo. Me siento
exaltada, como no lo he estado en siglos. Al fin ¡Al fin! Creo que he
encontrado nuevamente el sentido de mi existencia. Era hora, ha pasado
demasiado tiempo desde que me recluí entre estos muros. Ya nadie dice mi nombre
con reverencia o con temor… no puedo evitar reírme al pensarlo, cualquiera de las dos maneras me agradaba. Pero si seguía
así, escondida como una ermitaña, iba a terminar desapareciendo,
desvaneciéndome como la bruma de la mañana al sol. Los dioses no lo permitan.
Solía pensar que lo mejor era ser olvidada y
continuar mi existencia en las sombras. ¡Qué estúpida! Debería flagelarme por
haberme dejado caer en este pozo del olvido.
Ni siquiera puedo mantener una conversación interesante con mis
sirvientes, ahora debo llamarlos así, no los puedo llamar súbditos ¡Se creen
que porque las épocas cambian, ellos también! ¡Siempre son los mismos palurdos!
Os reverencian, os temen y en el fondo, os odian. Los soporto porque gracias a
ellos puedo saber algo del mundo exterior, sólo lo necesario. Si supieran quién
soy realmente, se mearían encima. No, para ellos mi nombre es un mito olvidado.
Y así como se olvidan de mí, se olvidarán de los demás. Incluso los que han
venido conmigo, mi propia gente, lo presienten también. Algunos así lo desean,
yo no. Pero no lo negaré, la magia está desapareciendo y otra clase de magia se
está apoderando del mundo. La llaman «modernidad». Un asco si me preguntáis, todos
esconden sus pensamientos más perversos tras una máscara de hipocresía. Antes,
si os temían, al menos lo demostraban, podían veneraros o quemaros en la
hoguera. No es que haya cambiado demasiado, sólo lo hacen diferente. La mente
del hombre fue espabilándose con el correr del tiempo y ahora pueden matarse
más rápido sin ensuciarse tanto las manos.
No decido si eso es de mi agrado aun cuando puedo usarlo para mi
provecho. La vestimenta es uno de los cambios que puedo aceptar, extravagante,
ceñida al punto que impide respirar y apropiada para los estados de ánimos
obscuros en los que suelo sumergirme. Adoro estos vestidos y las telas y los
encajes que acarician sensualmente la piel. Quizás no me siente tan mal esta
época, como quiero creer. Tal vez deba adaptarme a ella como opina mi
consejero, o más bien podría decir mi carcelero ¡Por qué no se habrá quedado en
aquella cueva! No, tenía que venir conmigo para hacerme la vida intolerable, no
sea mi intención desplegar mis artes a la vista de estos pelmazos que no saben
distinguir un duende de un troll. No le alcanzó con mi hermano y ahora lo tengo
pegado a mí como un niño a mis faldas. Debe tener apego por la familia el
anciano, o por el castillo. No sé en qué
estaba pensando cuando decidí volver aquí, debo ser masoquista, ¿creía acaso
que alguna clase de magia borraría los recuerdos?